junio 27, 2012

El regreso de la fe


La justicia divina no existe; pienso esto mientras saludo a la chica extranjera que llega a mi oficina preguntando algo. Su pelo rojizo le cae en cascada sobre los hombros mientras la luz de la mañana ilumina un lado de su cara, la escena perfecta de una película.
La conozco de vista y sé que trabaja en una biblioteca. Me pregunta por alguien y mientras le contesto pienso que si al menos fuera tonta podría decir que hay en el universo una ley de compensación.

Escucha mi explicación atenta y me hace una pregunta más.
Lleva puesta una falda de verano, blusa de algodón, botines y medias caladas, es imposible que pase desapercibida con ese look, que sin ser atrevido lleva el toque suficiente de exotismo como para que las miradas las sigan.

Ya sé que la belleza es un constructo social y bla, bla, bla, bla, pero nadie podría negar que esta chica, sin importar los baremos sociales, podría ponerse un saquillo como toda ropa y seguir viéndose bien.

Le señalo donde  puede dejar el afiche que vino a pegar, para explicarle mejor le acompaño unos pasos y le señalo el lugar. Si al menos fuera tonta, insisto para mis adentros. Cuando se  aleja da vuelta y levanta el brazo para señalar el lugar que le indiqué. Y ahí mismo justo debajo de su brazo una mata tupida y oscura de bellos me desvía la mirada de su cara y elo rojizo.

Más tarde me fumo un cigarro, sonrió mientras recobro mi fe en la justicia divina.

junio 25, 2012

Antiedad

Todo tiene fecha de expiración, echar la culpa a nuestros padres, conseguir lo que queremos, las latas de conserva.
Frente al espejo me pongo todas las noches una crema antiarrugas, tengo serias sopechas sobre su funcionamiento, pero me ponérmela me la ilusión de luchar contra mi inevitable adentramiento en los treintaymuchos , además me la regalaron en mi cumpleaños (con toda la ironía que eso implica) y por las noches siento la piel muy seca. En resumidas cuentas cumple muchas funciones.
Con la cara lavada saco el precioso pomito (todos lo artículos de belleza deben gastar millones en diseño) y me pongo un poco en cada mejilla, dejo un poco en cada pómulo con el índice, en la frente y otro en la barbilla. Esparso la crema pensando "de qué estará hecha" para combatir la edad, como duce su eslogan, debe tener algo muy particula. Busco los ingredientes esperando algún nombre extraño que me haga reír, pero lo que encuentro debajo de la lista de componentes impronunicables es la fecha de vencimiento: Marz/2010

junio 22, 2012

Ocas al sol

Camino veloz rumbo al trabajo, el sol invernal me quema la cara. Pienso en lo malo que deben ser los rayos ultravioleta a esta hora de la tarde. Un poco más adelante sobre la acera un vecino ha tendido una alfombra de ocas al sol. Pienso que debo inventarme una frase sobre las ocsa y el sol, algunos ensayos:


  1. Hoy en día las ocas son las únicas amigas de los rayos ultravioleta
  2. Las ocas y el sol fornican salvajemente, en la conversación de alcoba hacen bromas sobre el bloqueador solar.
  3. Tendidas al sol dejan de ser un simple tubérculo, son la evidencia de la bondad aun existente del sol.
  4. Hacerse oca no es solo esperar, es calentarse, tenderse al sol, covertirla en azúcar.
  5. Como ocas tendidas las piernas descubiertas de las gringas ignoran que el sol de invierno no dejará un rastro de color en su piel, ni dulzor, ni nada cercano al placer, por el contrario solo tendrán un resquemor de semanas que les aleccionará sobre el invernos andino.



junio 20, 2012

Colchón de agua


A través de la ventana la frazada tendida en el cable de ropa quedaba casi enmarcada, su brillo iluminaba la habitación dándole un aspecto extraño, como ese color que tienen las cosas a las cinco de la tarde, con las sombras que se alargan en el piso y crecen conforme se mueve el sol.
Lo primero que vio al despertar fue ese resplandor naranja de la frazada colgada.
Estaba su hermano Pedro en el mismo cuarto. Sabía que él también había despertado, pero ninguno de los dos se movía. Estaban boca arriba pestañando de vez en cuando mirando de reojo la ventana y su luz naranja, esa luz que iba creciendo en las paredes apoderándose de las colchas, trepando por los zapatos desparramados en el piso. Quietos y miedosos por ese ambiente que no podían comprender, aun aturdidos por el sueño era como si no supieran lo que tocaba hacer.

La vida tenía una secuencia perfecta para ellos, despertar, el baño, el desayuno la escuela, el almuerzo, las tareas. Todo más o menos igual, una que otra variante ocasional, pero la vida tenía una estructura que les daba seguridad. Después del almuerzo daba sueño, y al terminar de ver la tele un poco de hambre. La posición de los objetos, las reacciones de su madre, los berrinches y sus motivos, casi todo acompañaba una misma rutina.
Cuando eran pequeños solían levantarse muy temprano, incluso en invierno, corrían al cuarto de papá y le despertaban. Tal vez por eso les había enseñado que solo podían levantarse de la cama cuando el sol hubiera salido y no antes.

Ese día el sol había salido ya, pero era naranja y entraba por la ventana manchándolo todo con su resplandor sucio, cargando el ambiente de ansiedad, de incertidumbre. Solo atinaron a quedarse inmóviles, asustados, prefirieron no movernos, como si así las cosas se quedarían estáticas, congeladas, como si la desgracia estuviera atenta a sus movimiento lista para atacarnos al menor temblor. 

En algún momento se tomaron de la mano, sus pechos agitados por el tacto del otro que confirma el miedo.
Entró la madre con la cara roja de llanto y ni siquiera les miró, sacó algo del ropero y volvió a salir en silencio. Cuando cerró la puerta supieron lo sucedido y entonces fue que empezaron a llorar, mientras las lágrimas les cruzaban las sienes y entraban a sus oídos, todos los sonidos que venían de fuera confirmaban la sospecha.
La abuela gritó desde que le abrieron la puerta, su grito recorrió el patio entró a las habitaciones y explotó en sus oídos. Es curioso cómo se expande la muerte, sin palabras, sin decirse, casi como un olor.

El frío de julio corría por toda la casa, como el invierno, como sus temores postergados cada día, con alivio y angustia. No recuerda muy bien el orden de los acontecimiento siguientes, solo una tracalada de parientes que fue llegando a la casa conforme pasaba la mañana, y sobre todo, que nadie sonreía. No había ni una leve sonrisa, ni una comisura levemente suspendida, nada. Solo un silencio pesado como la ropa negra que se pusieron.
Les llamaron al cuarto para despedirse, estaba frío, cambiado con la ropa que le gustaba, parecía dormido, le besaron en la frente antes de que cerraran el cajón.

El silencio era pesado, incomodaba, afligía, hacía que todos se busquen algo que hacer, algo que les evite enfrentar esa ausencia total de sonidos. Las tías lavaban los platos de la cena, la abuela cogió la escoba y barrio el patio, lento ya sin apuro, mientras sus lágrimas se estrellaban en el cemento.  Un tío sacó el colchón de agua y empezó a vaciarlo de a poco. Les pareció un juguete cuando llegó a casa, era divertido sentarse en él, también servía para tratar las escaras.
El chorro fue dibujando una marca en el patio hasta la alcantarilla, surcaba la superficie gris del cemento, se iba entrando por la canaleta toda esa agua guardada por meses en paredes de plástico.

Las ceremonias siguieron su curso normal, sus padres habían ido quedando cada vez más silenciosos y ese día entraron en un mutismo total, no escuchó nada que saliera de sus labios. Ellos supieron desde el principio lo que estaba pasando, pero nunca les dijeron nada. Aun ahora de adulto no sabía si agradecerles o no aquel silencio. Suponía que pensaron que era muy chico, pero incluso con unos años más dudó que me hubieran dicho algo, nunca se tiene edad suficiente para la muerte.

Las flores estuvieron mucho tiempo en la casa, se quedaron ahí mirando el paso de todos los días que siguieron. Su madre pasaba mucho tiempo en su habitación. Una mañana abrió la puerta con fuerza, se arremangó la blusa y tiró todas las flores a la basura.

El siguiente año refaccionaron la casa, empezaron después de las lluvias y en julio habían terminado, pusieron un tragaluz, aumentaron una habitación, refaccionaron el baño y compraron un comedor grande. Hicieron un viaje familiar, vieron muchas tiendas de muebles, compraron algunos. El día que llegaron se tardamos horas en quitarles el cartón y cinta de embalaje.
Lo más grande era el comedor, lo armaron enseguida en la habitación recién pintada, era un comedor grande de ocho sillas, cuando terminaron se repartieron los lugares, a le tocó al fondo junto a su padre.
Cuando todos se fueron a la cocina, se sentó allí mirando desde su nuevo lugar. Pensó cual hubiera sido el lugar de su hermano. Pero ahí mismo donde era ahora el comedor casi junto a su silla había estado su colchón de agua, eso lo recordaría siempre aunque él no pudiera ya sentarse en el comedor.

junio 18, 2012

Hora felíz v.2


En su moto la carrera era corta pero repetida, la misma todos los días cuatro veces. No le importaba el trajín solo quería estar con la niña sentarse a comer con ella, aunque hiciera berrinche, aunque llegara dormida y terminara comiendo sola. Lo que quería era sentir que cada día construía algo que parecía una familia. Comer en pensiones no tenía nada que ver con eso.
Hay que estar loco o enamorado para tener un hijo en su caso fue lo segundo pero no importaba de todas formas nunca se está listo para criar niños. Le costó acostumbrarse a no dormir la noche completa, nunca logró sobreponerse del todo a los desvelos, con las salidas y las fiestas fue más fácil tuvieron su tiempo de añoranza pero pasó, en cambio nunca pudo adaptarse al sueño interrumpido.

A veces cuando la niña enfermaba y la tenía despierta toda la noche prefería no volver a la cama. Se acomodaba en una silla y encendía el televisor o leía un libro. La peor parte del mal sueño era que le llevaba a divagar, era como si la imposibilidad de dormir creara el suelo perfecto para que crezcan los pensamientos más tontos y a veces los más dolorosos. Cuando la niña tuvo sarampión las noches en vela fueron varias y seguidas, así como los puntos rojos en el cuerpo los pensamientos le iban brotando en torno a un mismo tema: pensaba en enviejecer. Es obvio que sí desde que nacemos, pero ni en el embarazo ni durante los primeros años de la niña se le instalaron tanto las dudas sobre la edad, sobre su propia edad. Ya no salía a fiestas, no se compraba ropa, no fantaseaba con vivir en países lejanos. Se sentía felíz de tener a la niña de eso no habían dudas, pero los jóvenes eran los que se gastaban el dinero de sus padres, los que se amanecían en bares, los que discutían de política y resolvían los problemas de la humanidad después de terminarse la segunda botella de alcohol adulterado. Sobre todo reconocía en los jóvenes el no tener miedo. No le temían a nada, la juventud parecía tener mucho que ver con lanzarse a los abismos.
Ella tenía una cartera enorme donde convivían papel higiénico, gel antibacterial, una barra de cereal, un paraguas de bolsillo, una etiqueta con su nombre y dirección, una libreta de apuntes y en un bolsillo secreto con monedas en cortes menores. Suponía que alguien joven salía a la calle solo con las manos dentro los bolsillos. ¿eso era ser joven?, ¿qué era entonces la juventud?.

En algún momento el sueño se le pasaba y se reía de esas meditaciones trasnochadas.
Uno de los cambios de la rutina de ser madre era la forma de conocer a las personas, las conversaciones adolescentes por chat, o los encuentros fortuitos en bares había desaparecido por completo, ahora las caras nuevas se veían en la puerta del kinder o en las reuniones de padres. Estaban las madres solas como ella que buscaban a los hijos, las parejas que envidiaba secretamente y los padres. Es imposible no saludar a alguién a quien vez todos los días, y si te saludan de vuelta una conversación de ascensor es inevitable.


Iba postergando esa salida, pero las amigas insistieron y la niñera pudo ir a su casa en la noche. Fue al concierto sin mucha emoción, cansada pero con la esperanza de una noche de descontrol. Así fue tres cervezas y un cigarro después. Cantaba a voz en cuello los estribillos en el límite de la euforia y la depresión saltando a primera fila, casi tocando al bocalista. Aun con el cuerpo alborotado por la música y el alcohol se preguntaba si era eso lo que quería hacer o lo hacía porque tenía que hacerlo. No hay nada peor que tener que divertirse, pensó. En la pausa fue al baño se hecho agua en la cara y pensó que debía dejarse de pensar cojudeces.

En la barra la hora felíz había comenzado y la gente se empujoneaba para pedirse un trago, se metió  haciéndose campo a codazos, sus coastillas se apretaban contra el mezón. Perdida en el tumulto gritaba "un ruso blanco un ruso blanco".
Sintió un aliento caliente en la oreja "no prefieres un local morocho". Voltear la cara fue automático, también el susto y la huída, casi como un reflejo. En la mesa las risas de las amigas no pudieron distraerle de la escena, esa cara no era desconocida, era alguien familiar el morocho boliviano. Tal como se olvidan palabras y creemos tenerlas en la punta de la lengua esa cara le era absolutamente familiar.

El lunes por la mañana llevó a la niña en la moto. Se agachó y le dio un beso de despedida en la puerta del kinder, a su derecha sucedía una escena idéntica solo que al levantarse, vio en cámara lenta como se escabullía el local morocho.

junio 13, 2012

Hora felíz

En su moto la carrera era corta, pero eso sí repetida, la misma todos los días cuatro veces. No le importaba el trajín solo quería estar con la niña y sin entender muy bien porqué sentarse a comer con ella. Aunque hiciera berrinche, aunque llegara dormida y terminara comiendo sola. Lo que quería era sentir que cada día construía algo que parecía una familia. Comer en pensiones no tenía nada que ver con eso.
Hay que estar muy loco o muy enamorado para tener un hijo, estaba segura que en su caso fue lo segundo pero no importaba ya, de todas formas nunca se está listo para criar niños. Sobre todo  le costó acostumbrarse a no dormir la noche completa. Nunca se acostumbró a los desvelos. Las salidas, las fiestas tuvieron su tiempo de añoranza pero fue breve, en cambio nunca pudo adaptarse al sueño interrumpido.
A veces cuando la niña enfermaba, prefería quedarse despierta toda la noche, prefería eso a despertarse cada vez. Encendía el televisor o leía un libro, el mal sueño le llevaba a divagar, pensaba en si estaría enviejeciendo. Ya no salía a fiestas, no se compraba ropa, no fantaseaba con vivir en países lejanos. Se sentía felíz de tener a la niña de eso no habían dudas, pero los jóvenes eran los que se gastaban el dinero de sus padres, no era su caso, los que se amanecían en bares, no era su caso. Pero además de esa administración del tiempo a ella le gustab ir a conciertos, se fumaba un porro de vez en cuando, usaba jeans todos los días, tenía proyectos, tenía amigos: ¿eso era ser joven?, ¿qué era entonces la juventud?.

En algún momento el sueño se le pasaba y se reía de esas meditaciones trasnochadas.
Le causaba gracia que las formas de conocer a las personas. Las conversaciones adolescentes por chat, o los encuentros fortuitos en bares había desaparecido por completo, ahora las caras nuevas se veían en la puerta del kinder o en las reuniones de padres. Todos los días al dejar o recoger a la niña veía a las mismas personas. Estaban las madres solas como ella que buscaban a los hijos, las parejas que envidiaba secretamente y los padres. Es imposible no saludar a alguién a quien vez todos los días, y si te saludas una conversación de ascensor es invetable.

Fue al concierto sin mucha emoción, cansada pero con la esperanza de una noche de descontrol. Así fue tres cervezas y un cigarro después. Cantaba a voz en cuello los estribillos en el límite de la euforia y la depresión saltando a primera fila, casi tocando al bocalista. Aun con el cuerpo alborotado por la música y el alcohol se preguntaba si era eso lo que quería hacer o lo hacía porque tenía que hacerlo. No hay nada peor que tener que divertirse pensó. En la pausa fue al baño se hecho agua en la cara y pensó que debía dejarse de pensar cojudeces.

En la barra la hora felíz había comenzado y la gente se empujoneaba para pedirse un trago, se metió  haciéndose campo a codazos, sus coastillas apretadas contra el mezón de madera gritaba "un ruso blanco un ruso blanco".
Sintió un aliento caliente en la oreja "no prefieres un local morocho". Voltear la cara fue automático, también el susto y la huída, casi como un reflejo. En la mesa las risas de las amigas no pudieron distraerle de la escena, esa cara no era desconocida, era alguien familiar el morocho boliviano. Tal como se olvidan palabras y creemos tenerlas en la punta de la lengua esa cara le era absolutamente familiar pero no podía determinar quien era ni dónde la había visto antes.

El lunes por la mañana llevo a la niña en la moto. Se agachó y le dio un beso de despedida en la puerta del kinder, a su drecha una escena idéntica solo que al levantarse, en cámara lenta, vio de reojo escabullirse al locacl morocho.

junio 05, 2012

Me encuentro con el odio cada vez que el pediatra de turno hace un mueca al saber que no di de lactar. Nadie me perdona que haya querido ser yo antes que ser una mamá.