A través de la ventana la frazada
tendida en el cable de ropa quedaba casi enmarcada, su brillo iluminaba la
habitación dándole un aspecto extraño, como ese color que tienen las cosas a las
cinco de la tarde, con las sombras que se alargan en el piso y crecen conforme
se mueve el sol.
Lo primero que vio al despertar fue
ese resplandor naranja de la frazada colgada.
Estaba su hermano Pedro en el mismo
cuarto. Sabía que él también había despertado, pero ninguno de los dos se movía.
Estaban boca arriba pestañando de vez en cuando mirando de reojo la ventana y
su luz naranja, esa luz que iba creciendo en las paredes apoderándose de las
colchas, trepando por los zapatos desparramados en el piso. Quietos y miedosos
por ese ambiente que no podían comprender, aun aturdidos por el sueño era como
si no supieran lo que tocaba hacer.
La vida tenía una secuencia perfecta
para ellos, despertar, el baño, el desayuno la escuela, el almuerzo, las tareas.
Todo más o menos igual, una que otra variante ocasional, pero la vida tenía una
estructura que les daba seguridad. Después del almuerzo daba sueño, y al
terminar de ver la tele un poco de hambre. La posición de los objetos, las
reacciones de su madre, los berrinches y sus motivos, casi todo acompañaba una
misma rutina.
Cuando eran pequeños solían levantarse
muy temprano, incluso en invierno, corrían al cuarto de papá y le despertaban.
Tal vez por eso les había enseñado que solo podían levantarse de la cama cuando
el sol hubiera salido y no antes.
Ese día el sol había salido ya, pero era
naranja y entraba por la ventana manchándolo todo con su resplandor sucio,
cargando el ambiente de ansiedad, de incertidumbre. Solo atinaron a quedarse
inmóviles, asustados, prefirieron no movernos, como si así las cosas se
quedarían estáticas, congeladas, como si la desgracia estuviera atenta a sus
movimiento lista para atacarnos al menor temblor.
En algún momento se tomaron de la
mano, sus pechos agitados por el tacto del otro que confirma el miedo.
Entró la madre con la cara roja de
llanto y ni siquiera les miró, sacó algo del ropero y volvió a salir en
silencio. Cuando cerró la puerta supieron lo sucedido y entonces fue que
empezaron a llorar, mientras las lágrimas les cruzaban las sienes y entraban a sus
oídos, todos los sonidos que venían de fuera confirmaban la sospecha.
La abuela gritó desde que le abrieron
la puerta, su grito recorrió el patio entró a las habitaciones y explotó en sus
oídos. Es curioso cómo se expande la muerte, sin palabras, sin decirse, casi
como un olor.
El frío de julio corría por toda la
casa, como el invierno, como sus temores postergados cada día, con alivio y
angustia. No recuerda muy bien el orden de los acontecimiento siguientes, solo
una tracalada de parientes que fue llegando a la casa conforme pasaba la
mañana, y sobre todo, que nadie sonreía. No había ni una leve sonrisa, ni una
comisura levemente suspendida, nada. Solo un silencio pesado como la ropa negra
que se pusieron.
Les llamaron al cuarto para despedirse,
estaba frío, cambiado con la ropa que le gustaba, parecía dormido, le besaron
en la frente antes de que cerraran el cajón.
El silencio era pesado, incomodaba,
afligía, hacía que todos se busquen algo que hacer, algo que les evite
enfrentar esa ausencia total de sonidos. Las tías lavaban los platos de la
cena, la abuela cogió la escoba y barrio el patio, lento ya sin apuro, mientras
sus lágrimas se estrellaban en el cemento.
Un tío sacó el colchón de agua y empezó a vaciarlo de a poco. Les
pareció un juguete cuando llegó a casa, era divertido sentarse en él, también
servía para tratar las escaras.
El chorro fue dibujando una marca en
el patio hasta la alcantarilla, surcaba la superficie gris del cemento, se iba
entrando por la canaleta toda esa agua guardada por meses en paredes de
plástico.
Las ceremonias siguieron su curso
normal, sus padres habían ido quedando cada vez más silenciosos y ese día
entraron en un mutismo total, no escuchó nada que saliera de sus labios. Ellos
supieron desde el principio lo que estaba pasando, pero nunca les dijeron nada.
Aun ahora de adulto no sabía si agradecerles o no aquel silencio. Suponía que
pensaron que era muy chico, pero incluso con unos años más dudó que me hubieran
dicho algo, nunca se tiene edad suficiente para la muerte.
Las flores estuvieron mucho tiempo en
la casa, se quedaron ahí mirando el paso de todos los días que siguieron. Su madre
pasaba mucho tiempo en su habitación. Una mañana abrió la puerta con fuerza, se
arremangó la blusa y tiró todas las flores a la basura.
El siguiente año refaccionaron la
casa, empezaron después de las lluvias y en julio habían terminado, pusieron un
tragaluz, aumentaron una habitación, refaccionaron el baño y compraron un
comedor grande. Hicieron un viaje familiar, vieron muchas tiendas de muebles,
compraron algunos. El día que llegaron se tardamos horas en quitarles el cartón
y cinta de embalaje.
Lo más grande era el comedor, lo
armaron enseguida en la habitación recién pintada, era un comedor grande de
ocho sillas, cuando terminaron se repartieron los lugares, a le tocó al fondo
junto a su padre.
Cuando todos se fueron a la cocina, se
sentó allí mirando desde su nuevo lugar. Pensó cual hubiera sido el lugar de su
hermano. Pero ahí mismo donde era ahora el comedor casi junto a su silla había
estado su colchón de agua, eso lo recordaría siempre aunque él no pudiera ya
sentarse en el comedor.
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