La casa suena de
noche.
Los adultos roncan,
los viejos se quejan, los niños piden leche y los que nos preciamos de ser
jóvenes nos regoedeamos con la mentira del teclado.
Es la costumbre
de no cerrar las puertas lo que mezcla los sonidos, los ronquidos y los
llantos.
Tenemos suerte,
la casa es grande y hay habitaciones para todos,
El perro está
fuera y ladra a lo que se mueve y a lo que no.
Pero hay momentos del
día en que todo parece achicarse, las situaciones hacinan aun en las
habitaciones mas grandes.
Entonces yo huyo, como me fui alguna vez, pero
entonces tenía ganas de irme de dejar todo por mucho tiempo, ahora tengo
siempre ganas de volver y ahora que por fin estoy tanto tiempo aquí me debato
entre la necesidad de consentir a todos, seguirles sus manías y el horror de mi
pertenencia a un lugar a la par hermoso y tenebroso.
Duermo todas las
noches esperando despertar asustada con el dolor,
pero los días
pasan uno a uno lentos, apilándose en el calendario.
Sé que esta
espera tiene un fin muy cercano por eso cada cosa que hago pierde sentido, todo
es un hilvanar de minutos.
Por eso me siento
a escuchar a mis padres quejarse uno del otro, sutilmente y a veces no tanto,
como olvidándose ambos que soy su hija.
Por eso acompaño
a mi casi centenaria abuela, nos escuchamos el silencio cortado por la tele,
perdida ella en el limbo senil, volviendo solo a veces para asegurarme que esa
noche sí nacerá.
Por eso le
muestro fotos de plantas y viveros a mi madre, casi segura que heredará la longevidad
y que solo la ocupación podrá salvarla de la total decadencia.
Por eso escucho a
mi padre, le perdono y le vuelvo a querer.
Por eso me paso horas coloreando con mi hija, segura que después no podre darle este tiempo.
Por eso le peino a mi hermana unas trenzas imposibles, para que los años de diferencia y distancia se acorten entre nosotras.
Destilo café para
uno, acomodo el ropero para el otro, doblo los calcetines de uno y miro las
noticias con el otro.
Su tiempo de deidades
ha finalizado, ahora la ternura de su humanidad me conmueve.
Somos cuatro
generaciones en el mismo techo, todos esperando, un poco más o un poco menos, a un niño que todavía no quiere nacer.
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