Los miércoles iba al
mercado casi de madrugada salía con la calle aún a oscuras bien abrigado, no
faltaba nunca al encuentro sabatino con las caseras las mismas de su abuela.
Las calles del mercado se paralizaban a esas horas cuando llegaban los camiones
del campo, solo al él por hombre, casero y madrugador le vendía al por menor
los mejores productos.
Esas compras eran en
parte la clave de su negocio. Conseguía los mejores productos para hacer
enrolladlos, chorizos y toda clase de manjares criollos. Se pasaba largas
tardes cortando verduras, embutiendo condimentos y mezclando en grandes ollas, la
venta lo compensaba todo.
Trabajaba con entusiasmo,
por eso mismo tenía pedidos casi a diario, ni qué decir los días de fiesta y
los fines de semana. Regresando de la compra prendía la radio y trabajaba
afanosamente hasta que los clientes iban llegando de a poco a su casa a recoger
las viandas.
A las cuatro de la tarde
solía tener la cocina limpia y los enseres secando al sol. Se tomaba un café
destilado mientras hacía las cuentas, luego anotaba las ganancias en un
cuaderno sucio y oloroso. Con el descanso le venía la tristeza.
Me contaba que se veía a
él mismo en esa pequeña pieza donde había visto morir a su abuela y donde ahora
él estaba solo, los billetes haciendo su colchón más mullido pero finalmente
solo. Sobrellevaba bien esa ausencia con sus tareas culinarias pero siempre
había unos minutos al final de la jornada donde podía sentir la angustia. A
veces también le pasaba justo antes de prender la cocina, cuando tenía todo
picado y hacía una pausa para revisar que todo esté en orden. Decía sentir un
vacío como si todo ese afán no tuviera sentido, el tiempo se detenía en la
habitación como suspendido por el ruido de la radio.
Según me contó luego hubo
un tiempo en el que deseaba fervorosamente encontrar pareja pero luego de
varios intentos fallidos había llegado a la conclusión de que sus dotes
culinarias le jugaban en contra.
Se había enamorado
varias veces, recordaba sobre todo a Maribel una carnicera joven de cejas
espesas que lo tuvo dando vueltas y finalmente se quedó en su casa varios fines
de semana. Maribel tuvo que aguantarse la angustia ante la suculenta sopa de
maní que su amate le había preparaba el primer fin de semana, quería probarla
asegurarse del nivel de sal, pero sabía que eso podría ofender a Víctor.
La próxima vez fue falso
conejo y la tercera no pudo más, si ella no era dueña de la cocina y de la
comida jamás podría ser dueña de ese hombre. No pudo explicárselo a Víctor así
que le dejo una nota de despedida, tal como había visto en una telenovela “No
te merezco.” Víctor no la volvió a ver
más. Eso dejó a Víctor compungido por un tiempo, me dijo que no lograba
entender lo que había sucedido. Solo en la siguiente conquista cayó en cuenta
de su verdadera condena.
La segunda en quedarse
en su cama fue Isidora, una hermosa mujer de caderas anchas que no le dio
tiempo ni de respirar, las noches con Isidora eran intensas, llenas de
extravíos. Víctor me contaba todo con una inocencia plagada de expresiones que
me obligaban a contener la risa. Describía a la mujer con sus manos como si los
ademanes podrían dibujarla en nuestra presencia, se perdía en sus recuerdos
detallando y luego era como si despertara, asustado de haberme ofendido se
disculpaba continuamente y me daba un respiro para que yo pudiera al menos
sonreír y decirle que no me molestaba en absoluto lo que me decía.
“Yo quedaba cansado”
decía Víctor.
Agotado por la faena
amatoria, como nunca en su vida se levantaba tarde y cuando lograba
incorporarse Isidora ya casi había terminado de cocinar el almuerzo. Víctor
comía callado, pero en el fondo de su paladar sabía que faltaba un toque de
pimienta, que el perejil estaba picado muy grande. No le decía nada a Isidora
pensando en la noche que se venía, en silencio se comía todo sin chistar y
guardaba sus exigencias culinarias para él.
Pero lo de Isidora
estaba destinado a la tragedia, el paladar le traicionó a Víctor una mañana
cuando probó la sopa que Isidora había dejado
hirviendo y tuvo la osadía de aumentarle sal justo en el momento en el
que ella se asomaba por la puerta. Tamaña ofensa nunca fue olvidada por
Isidora.
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