Un martes Víctor no fue
al cine, entonces fui yo a preguntar por él. Lo que encontré en su casa fue un
copón negro en la puerta y a él metido dentro de un cajón. Una fuga de gas me
dijeron, paso del sueño a la muerte en una sola noche.
Regresé a casa como
sumergido en agua, Estela me dio un abrazo que no pude corresponder, estaba
enterada de todo y lloraba con esas lágrimas que le salían por todo y nada. La
despedí y regresé al cuarto de Lidia. Cinco años llevaba ahí tendida, con las
llagas purulentas, sin poder morirse, otro tantos años de tratamientos y viajes
habían precedido su enfermedad, pero seguía ahí marcando el ritmo de los días,
los suyos, los míos, pero los días, en su inmovilidad daba pautas imponía
acciones, regulaba la vida.
Yo era un robot, inmune
ya a todo, me había acostumbrado al dolor, a la enfermedad convivía con ella
como se hace con una puerta rota que nadie repara nunca. También convivía con
mis propios pensamientos, mis deseos oscuros de ver su cama vacía, el temor a
lo que vendría cuando ella no estuviera, pero esos eran pensamientos que se
borraban con la tardanza de la muerte, con el tiempo y una agonía que se había
convertido en rutina. Una rutina que me hizo fuerte, inmune.
La banda tocó música de
carnaval en el cementerio y no pude contenerme, lloré con un llanto desesperado
que no me brotaba desde la infancia. No había nada más que esa música
apoderándose de mi pecho y mi pobre amigo siendo encajado en el nicho. Ni las
miles de coronas, ni las miradas, ni mi hermana, ni esa extraña banda, no
quedaba nada que me detuviera, que contuviera ese llanto entrecortado y pueril.
Todo estaba borrado en esa borrachera de dolor que me inundó.
Volví a casa, el cuarto
de Lidia estaba en penumbras, entré y me senté en la cama. Casi imperceptible
debajo de las sábanas, ella respiraba.
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