Desde niño aprendí a
tragar lágrimas.
Cada vez que me veía
llorar mi padre me daba un pellizco, era un pellizco de uñas, infame y agudo
que me dejaba una marca morada por varias semanas. A plan de marcas en el brazo
fui dominando el arte de contener lágrimas. En las peores caídas de mi niñez me
paraba hidalgo sacudiendo el polvo de mis rodillas, ese tiempo me servía para
respirar y luchar contra esa pelota de lágrimas que se me iba formando en la
garganta, trepando presurosa hasta mis ojos. Luego del porrazo mi padre y su
mirada estaban sobre mí como un halcón listo a clavarme sus garras. Yo
respiraba, deslizaba las lágrimas y me las tragaba mientras me frotaba las
rodillas, a lo sumo torcía la boca, iba deslizando una a una todas las lágrimas,
tragándolas con dificultad, sintiendo su sal en mi garganta.
Con el tiempo aprendí
otros trucos, convertía esa pelota en una fuerza que bajaba hasta mi brazo y
daba un puñete, o incluso hasta mi pie volviéndola en una brutal patada.
Mis hermanas en cambio
recibían abrazos y mimos con cada llanto, para mí la recompensa venía con la
palmada en la espalda o la mirada de aprobación justo después de comprobar que
no había llorado. El sabor salado en mi garganta se hizo con el tiempo
imperceptible. Todo ejercicio tiene sus resultados, el mío fue la ausencia de
llanto, pasé años sin derramar una lágrima, la angustia y el dolor me pegaban
en seco.
Mi desborde más cercano
fue el velorio de mis padres, sus muertes seguidas apenas con meses se juntaron
cargadas ambas de una pesadumbre densa como una nube que puso a prueba mi
capacidad de contención. No era ni siquiera la pena, era el contagio que sentía
por el llanto de los demás, el dolor acuoso de mis hermanas acompañando mi respiración
con sus quejidos, un golpe con cada quejido en la poderosa represa que durante
años había construido. Aún así resistí hasta el último momento.
………
La velocidad de la vida
no es la de los sentimientos, las cosas se suceden con un compás diferente al
de la razón y el sentimiento, nos toma años procesar el dolor y la felicidad,
pensar sobre ellos. Para cuando los hemos comprendido, muchas veces es tarde.
Me tomó años encontrarme cara a cara con el dolor, fue Víctor el que lo trajo él
que nunca hubiera querido hacerlo.
Víctor era un hombre
peculiar uno de esos niños que no se sabía de dónde había salido, su padre y su
madre nunca se habían visto junto a él, creció con su abuela una mujer que
siempre fue vieja y que era toda su familia. Doña Edelmira se llamaba, tenía
una gran mano para la comida criolla, contaban que de chica había trabajado de
cocinera en una familia muy bien acomodada donde no le hacían faltar los
mejores ingredientes, se decía que había llegado a tener hasta cinco ayudantes
a su mando.
Fiel acompañó a sus
patrones hasta el límite de su bancarrota y sólo cuando remataron la casa y no
pudieron pagarle un sueldo decidió independizarse.
Se perdió de vista por
varios años, se decía que había estado en Argentina y que había tenido una
hija, pero las versiones no pasaban de ser simples rumores. Un buen día
regresó, algo avejentada pero con su espíritu laborioso intacto, no dio
demasiados detalles sobre su ausencia, consiguió un puesto como barrendera
municipal y no le costó trabajo usar sus habilidades culinarias para ganarse un
dinero extra. Poco después de nacer Víctor quedó al cuidado de ella sin mayores
noticias de sus padres, de pronoto un día apareció cuidando un bebé y mantuvo
el mismo mutismo que había tenido sobre su ausencia.
Mientras era bebé lo llevaba
a la espalda incluso en las madrugadas, barría las calles y le cantaba unas
tonaditas lentas para que quedara dormido, bien cubierto con un paño delgado
para que no respire la polvareda ni tome frío. La mujer se fue dando modos de
criar al niño, de cocinarle, de mandarle a la escuela, pero los años le iban
pesando. Ella se encorvaba mientras el niño ganaba estatura.
Contra sus principios y
obligada por las circunstancias, tuvo que enseñar a Víctor los secretos de su
cocina. Al principio su abuela le encomendaba pequeñas tareas como encender la
olla, o pelar papas, pero la necesidad de ganarse unos pesos extras, hicieron
que fuera delegando a su nieto tareas cada vez más complejas. Víctor a los diez
años pelaba papas mientras miraba la televisión, tan entrenado estaba desde chico
que le salió natural el gusto por la cocina. Cuando la viejita se fue de este
mundo Víctor tenía ya una bien ganada fama de chef criollo.
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