marzo 29, 2013

Música de banda (parte1)


Desde niño aprendí a tragar lágrimas.
Cada vez que me veía llorar mi padre me daba un pellizco, era un pellizco de uñas, infame y agudo que me dejaba una marca morada por varias semanas. A plan de marcas en el brazo fui dominando el arte de contener lágrimas. En las peores caídas de mi niñez me paraba hidalgo sacudiendo el polvo de mis rodillas, ese tiempo me servía para respirar y luchar contra esa pelota de lágrimas que se me iba formando en la garganta, trepando presurosa hasta mis ojos. Luego del porrazo mi padre y su mirada estaban sobre mí como un halcón listo a clavarme sus garras. Yo respiraba, deslizaba las lágrimas y me las tragaba mientras me frotaba las rodillas, a lo sumo torcía la boca, iba deslizando una a una todas las lágrimas, tragándolas con dificultad, sintiendo su sal en mi garganta.  
Con el tiempo aprendí otros trucos, convertía esa pelota en una fuerza que bajaba hasta mi brazo y daba un puñete, o incluso hasta mi pie volviéndola en una brutal patada.  

Mis hermanas en cambio recibían abrazos y mimos con cada llanto, para mí la recompensa venía con la palmada en la espalda o la mirada de aprobación justo después de comprobar que no había llorado. El sabor salado en mi garganta se hizo con el tiempo imperceptible. Todo ejercicio tiene sus resultados, el mío fue la ausencia de llanto, pasé años sin derramar una lágrima, la angustia y el dolor me pegaban en seco.
Mi desborde más cercano fue el velorio de mis padres, sus muertes seguidas apenas con meses se juntaron cargadas ambas de una pesadumbre densa como una nube que puso a prueba mi capacidad de contención. No era ni siquiera la pena, era el contagio que sentía por el llanto de los demás, el dolor acuoso de mis hermanas acompañando mi respiración con sus quejidos, un golpe con cada quejido en la poderosa represa que durante años había construido. Aún así resistí hasta el último momento.

………

La velocidad de la vida no es la de los sentimientos, las cosas se suceden con un compás diferente al de la razón y el sentimiento, nos toma años procesar el dolor y la felicidad, pensar sobre ellos. Para cuando los hemos comprendido, muchas veces es tarde. Me tomó años encontrarme cara a cara con el dolor, fue Víctor el que lo trajo él que nunca hubiera querido hacerlo.

Víctor era un hombre peculiar uno de esos niños que no se sabía de dónde había salido, su padre y su madre nunca se habían visto junto a él, creció con su abuela una mujer que siempre fue vieja y que era toda su familia. Doña Edelmira se llamaba, tenía una gran mano para la comida criolla, contaban que de chica había trabajado de cocinera en una familia muy bien acomodada donde no le hacían faltar los mejores ingredientes, se decía que había llegado a tener hasta cinco ayudantes a su mando.
Fiel acompañó a sus patrones hasta el límite de su bancarrota y sólo cuando remataron la casa y no pudieron pagarle un sueldo decidió independizarse.

Se perdió de vista por varios años, se decía que había estado en Argentina y que había tenido una hija, pero las versiones no pasaban de ser simples rumores. Un buen día regresó, algo avejentada pero con su espíritu laborioso intacto, no dio demasiados detalles sobre su ausencia, consiguió un puesto como barrendera municipal y no le costó trabajo usar sus habilidades culinarias para ganarse un dinero extra. Poco después de nacer Víctor quedó al cuidado de ella sin mayores noticias de sus padres, de pronoto un día apareció cuidando un bebé y mantuvo el mismo mutismo que había tenido sobre su ausencia.
Mientras era bebé lo llevaba a la espalda incluso en las madrugadas, barría las calles y le cantaba unas tonaditas lentas para que quedara dormido, bien cubierto con un paño delgado para que no respire la polvareda ni tome frío. La mujer se fue dando modos de criar al niño, de cocinarle, de mandarle a la escuela, pero los años le iban pesando. Ella se encorvaba mientras el niño ganaba estatura.

Contra sus principios y obligada por las circunstancias, tuvo que enseñar a Víctor los secretos de su cocina. Al principio su abuela le encomendaba pequeñas tareas como encender la olla, o pelar papas, pero la necesidad de ganarse unos pesos extras, hicieron que fuera delegando a su nieto tareas cada vez más complejas. Víctor a los diez años pelaba papas mientras miraba la televisión, tan entrenado estaba desde chico que le salió natural el gusto por la cocina. Cuando la viejita se fue de este mundo Víctor tenía ya una bien ganada fama de chef criollo. 

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