junio 18, 2012

Hora felíz v.2


En su moto la carrera era corta pero repetida, la misma todos los días cuatro veces. No le importaba el trajín solo quería estar con la niña sentarse a comer con ella, aunque hiciera berrinche, aunque llegara dormida y terminara comiendo sola. Lo que quería era sentir que cada día construía algo que parecía una familia. Comer en pensiones no tenía nada que ver con eso.
Hay que estar loco o enamorado para tener un hijo en su caso fue lo segundo pero no importaba de todas formas nunca se está listo para criar niños. Le costó acostumbrarse a no dormir la noche completa, nunca logró sobreponerse del todo a los desvelos, con las salidas y las fiestas fue más fácil tuvieron su tiempo de añoranza pero pasó, en cambio nunca pudo adaptarse al sueño interrumpido.

A veces cuando la niña enfermaba y la tenía despierta toda la noche prefería no volver a la cama. Se acomodaba en una silla y encendía el televisor o leía un libro. La peor parte del mal sueño era que le llevaba a divagar, era como si la imposibilidad de dormir creara el suelo perfecto para que crezcan los pensamientos más tontos y a veces los más dolorosos. Cuando la niña tuvo sarampión las noches en vela fueron varias y seguidas, así como los puntos rojos en el cuerpo los pensamientos le iban brotando en torno a un mismo tema: pensaba en enviejecer. Es obvio que sí desde que nacemos, pero ni en el embarazo ni durante los primeros años de la niña se le instalaron tanto las dudas sobre la edad, sobre su propia edad. Ya no salía a fiestas, no se compraba ropa, no fantaseaba con vivir en países lejanos. Se sentía felíz de tener a la niña de eso no habían dudas, pero los jóvenes eran los que se gastaban el dinero de sus padres, los que se amanecían en bares, los que discutían de política y resolvían los problemas de la humanidad después de terminarse la segunda botella de alcohol adulterado. Sobre todo reconocía en los jóvenes el no tener miedo. No le temían a nada, la juventud parecía tener mucho que ver con lanzarse a los abismos.
Ella tenía una cartera enorme donde convivían papel higiénico, gel antibacterial, una barra de cereal, un paraguas de bolsillo, una etiqueta con su nombre y dirección, una libreta de apuntes y en un bolsillo secreto con monedas en cortes menores. Suponía que alguien joven salía a la calle solo con las manos dentro los bolsillos. ¿eso era ser joven?, ¿qué era entonces la juventud?.

En algún momento el sueño se le pasaba y se reía de esas meditaciones trasnochadas.
Uno de los cambios de la rutina de ser madre era la forma de conocer a las personas, las conversaciones adolescentes por chat, o los encuentros fortuitos en bares había desaparecido por completo, ahora las caras nuevas se veían en la puerta del kinder o en las reuniones de padres. Estaban las madres solas como ella que buscaban a los hijos, las parejas que envidiaba secretamente y los padres. Es imposible no saludar a alguién a quien vez todos los días, y si te saludan de vuelta una conversación de ascensor es inevitable.


Iba postergando esa salida, pero las amigas insistieron y la niñera pudo ir a su casa en la noche. Fue al concierto sin mucha emoción, cansada pero con la esperanza de una noche de descontrol. Así fue tres cervezas y un cigarro después. Cantaba a voz en cuello los estribillos en el límite de la euforia y la depresión saltando a primera fila, casi tocando al bocalista. Aun con el cuerpo alborotado por la música y el alcohol se preguntaba si era eso lo que quería hacer o lo hacía porque tenía que hacerlo. No hay nada peor que tener que divertirse, pensó. En la pausa fue al baño se hecho agua en la cara y pensó que debía dejarse de pensar cojudeces.

En la barra la hora felíz había comenzado y la gente se empujoneaba para pedirse un trago, se metió  haciéndose campo a codazos, sus coastillas se apretaban contra el mezón. Perdida en el tumulto gritaba "un ruso blanco un ruso blanco".
Sintió un aliento caliente en la oreja "no prefieres un local morocho". Voltear la cara fue automático, también el susto y la huída, casi como un reflejo. En la mesa las risas de las amigas no pudieron distraerle de la escena, esa cara no era desconocida, era alguien familiar el morocho boliviano. Tal como se olvidan palabras y creemos tenerlas en la punta de la lengua esa cara le era absolutamente familiar.

El lunes por la mañana llevó a la niña en la moto. Se agachó y le dio un beso de despedida en la puerta del kinder, a su derecha sucedía una escena idéntica solo que al levantarse, vio en cámara lenta como se escabullía el local morocho.

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