julio 12, 2013

Sin tiempo

Lo que más quisiera comprar es tiempo.
Ir a la tienda y junto al pan de la mañana pagar por treinta minutos. Tenerlos en la cartera y usarlos cuando quiera, incluso podría adecuarme a usarlo en horarios establecidos, podría mover todo mi cronograma sabedora de que tengo esos minutos libres a disfrutar sin importar el lugar del día en que se me permita usarlo.
Es linda la idea.
Sería como una tarjeta de recarga telefónico, el mismo formato pero alargando las horas de acuerdo a demanda, y claro no se podría pedir demasiadas en la vida porque uno estiraría demasiado su existencia y eso conlleva mucho problemas.

Cuando comencé a trabajar en una oficina recién terminada la facultad lo que más me costó fue acostumbrarme al ritmo de las ocho horas laborales, antes de de eso estaba tan libre y feliz como estudiante que el horario laboral lo sentí como un grillete, lo es en realidad, pero en ese entonces lo sentí de un plomo mucho más pesado, ahora en cambio lo cargo con cierta resignación.

Hace unos días encontré una libreta de ese tiempo en el que yo anotaba un análisis de mi día: “El día tiene veinticuatro horas, ocho duermo, ocho trabajo, las otras ocho pueden subdividirse en dos horas diarias de ducha y baño, una hora de pérdida en el transporte público, tres horas de comidas; en total solo tengo solo dos horas para vivir”. La anotación termina ahí. Un análisis pueril hijo de la desesperación de aquel entonces.

Ahora las desesperaciones son múltiples y variadas pero a la vez se sobrellevan de mejor manera, de todos modos persiste esa sensación de “estar sin tiempo” y de ahí la necesidad de conseguirlo a toda costa. Evadimos tareas, rebotamos responsabilidades, pedimos ayuda lo que sea para tener un tiempo más. Un amigo me comentó que hay una película que trata de este tema, en la peli la moneda de cambio es el tiempo y la trama gira en torno a la posibilidad de conseguir o no más tiempo. En esa lógica y si hablamos de tiempo de vida los niños sería los millonarios.

Un deseo largamente acariciado por mi es tener un día completo, un solo día donde no salga siquiera de la cama y donde pueda empezar a leer un libro hasta terminarlo, sin interrupciones de ningún tipo. Un amigo punk me contó alguna vez que después de andar viviendo de prestado en muchas casa o alquilar  lugares muy incómodos, si conseguía un dinero se pagaba una noche en un hotel, por lo general leía y se la pasaba en cama. Se compraba un paréntesis en su vida de punk independiente y pobre como para darse ánimos y seguir.


Yo no tengo nada de punk, pero en algunas cosas todos somos iguales.

julio 06, 2013

La vida en pijamas

Lejos de la olgazanería quedarse en pantuflas hasta bien entrada la tarde puede ser mas bien un signo de no tener tiempo ni siquiera de quitarse el pijama.
Si no voy a tomar una ducha al lavantarme de la cama entonces mejor esperar para cambiarme de ropa, el tema es que el momento de tomar la ducha puede demorar demasiado, e incluso prolongarse hasta la noche y simplemente no suceder. Uno vuelve a la cama con la misma ropa con la que estuvo todo el día.
El trabajo del día pudo haber sido igual o doblemente sacrificado que el de un carretillero, y pongo este ejemplo porque esa me parece una ardua labor de la cual soy totalmente incapaz, o muy ligero como el de una secretaria de una entidad pública, el punto es que tal como dice el viejo y conocido refrán: "el hábito no hace al monje", eso sí influye en su estado de ánimo, y esta es la mayor variante.

Ponerse la mejor ropa y perfumarse, sentarse frente a una computadora y ocuparse de ver la vida ajena en el facebook no es precisamente una gran labor, a menos que uno sea encargado de redes sociales (y ni así). En cambio uno puede escribir hojas y hojas ahorrándose el tiempo preciado que implicaría tomar una ducha y cambiarse de ropa.
A veces quisierra trabajar en YPFB o en una de esas empresas que te obligan a ponerte uniforme, así no hay que desgastarse en pensar qué ropa ponerse o si está limpia, y todas esas complicaciones matinales tan detestables, solo hay que ponerse el uniforme y ya. Esto me recueda que viví doce años con guardapolvo blanco durante mi vida escolar y que luego de salir bachiller juré en la puerta del colegio nunca más usar uniforme, pero bueno, con el tiempo uno vuelve a las viejas costumbres.

De todos modos uno en pijama sigue siendo uno, pero hay algunas variantes que pueden darnos otra perspectiva de nosotros mismo aun en pijamas, por ejemplo en pijamas, picando verduras y escuchando rancheras, es un poco triste. Ahora si estamos en pijamas leyendo con un café con leche en la cama, eso es felicidad. Ahora en pijamas, en la cama haciendo zaping sin parar eso es soledad.

Llegan las once de la mañana, yo intento cuidadosamente poner al bebé en la cama para que continue su siesta y me deje tomar un baño (el me ama como nadie en el mundo me amará nunca), inocente en sus pocos meses no sabe que su llanto, fácil y caprichosos como todos los impulsos de una criatura de su edad, son lo que determinan guardar mis pantuflas o dejarlas puestas hasta la noche.