junio 13, 2012

Hora felíz

En su moto la carrera era corta, pero eso sí repetida, la misma todos los días cuatro veces. No le importaba el trajín solo quería estar con la niña y sin entender muy bien porqué sentarse a comer con ella. Aunque hiciera berrinche, aunque llegara dormida y terminara comiendo sola. Lo que quería era sentir que cada día construía algo que parecía una familia. Comer en pensiones no tenía nada que ver con eso.
Hay que estar muy loco o muy enamorado para tener un hijo, estaba segura que en su caso fue lo segundo pero no importaba ya, de todas formas nunca se está listo para criar niños. Sobre todo  le costó acostumbrarse a no dormir la noche completa. Nunca se acostumbró a los desvelos. Las salidas, las fiestas tuvieron su tiempo de añoranza pero fue breve, en cambio nunca pudo adaptarse al sueño interrumpido.
A veces cuando la niña enfermaba, prefería quedarse despierta toda la noche, prefería eso a despertarse cada vez. Encendía el televisor o leía un libro, el mal sueño le llevaba a divagar, pensaba en si estaría enviejeciendo. Ya no salía a fiestas, no se compraba ropa, no fantaseaba con vivir en países lejanos. Se sentía felíz de tener a la niña de eso no habían dudas, pero los jóvenes eran los que se gastaban el dinero de sus padres, no era su caso, los que se amanecían en bares, no era su caso. Pero además de esa administración del tiempo a ella le gustab ir a conciertos, se fumaba un porro de vez en cuando, usaba jeans todos los días, tenía proyectos, tenía amigos: ¿eso era ser joven?, ¿qué era entonces la juventud?.

En algún momento el sueño se le pasaba y se reía de esas meditaciones trasnochadas.
Le causaba gracia que las formas de conocer a las personas. Las conversaciones adolescentes por chat, o los encuentros fortuitos en bares había desaparecido por completo, ahora las caras nuevas se veían en la puerta del kinder o en las reuniones de padres. Todos los días al dejar o recoger a la niña veía a las mismas personas. Estaban las madres solas como ella que buscaban a los hijos, las parejas que envidiaba secretamente y los padres. Es imposible no saludar a alguién a quien vez todos los días, y si te saludas una conversación de ascensor es invetable.

Fue al concierto sin mucha emoción, cansada pero con la esperanza de una noche de descontrol. Así fue tres cervezas y un cigarro después. Cantaba a voz en cuello los estribillos en el límite de la euforia y la depresión saltando a primera fila, casi tocando al bocalista. Aun con el cuerpo alborotado por la música y el alcohol se preguntaba si era eso lo que quería hacer o lo hacía porque tenía que hacerlo. No hay nada peor que tener que divertirse pensó. En la pausa fue al baño se hecho agua en la cara y pensó que debía dejarse de pensar cojudeces.

En la barra la hora felíz había comenzado y la gente se empujoneaba para pedirse un trago, se metió  haciéndose campo a codazos, sus coastillas apretadas contra el mezón de madera gritaba "un ruso blanco un ruso blanco".
Sintió un aliento caliente en la oreja "no prefieres un local morocho". Voltear la cara fue automático, también el susto y la huída, casi como un reflejo. En la mesa las risas de las amigas no pudieron distraerle de la escena, esa cara no era desconocida, era alguien familiar el morocho boliviano. Tal como se olvidan palabras y creemos tenerlas en la punta de la lengua esa cara le era absolutamente familiar pero no podía determinar quien era ni dónde la había visto antes.

El lunes por la mañana llevo a la niña en la moto. Se agachó y le dio un beso de despedida en la puerta del kinder, a su drecha una escena idéntica solo que al levantarse, en cámara lenta, vio de reojo escabullirse al locacl morocho.

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