abril 11, 2013

39 semanas


La casa suena de noche.
Los adultos roncan, los viejos se quejan, los niños piden leche y los que nos preciamos de ser jóvenes nos regoedeamos con la mentira del teclado.
Es la costumbre de no cerrar las puertas lo que mezcla los sonidos, los ronquidos y los llantos.
Tenemos suerte, la casa es grande y hay habitaciones para todos,
El perro está fuera y ladra a lo que se mueve y a lo que no.

Pero hay momentos del día en que todo parece achicarse, las situaciones hacinan aun en las habitaciones mas grandes. 
Entonces yo huyo, como me fui alguna vez, pero entonces tenía ganas de irme de dejar todo por mucho tiempo, ahora tengo siempre ganas de volver y ahora que por fin estoy tanto tiempo aquí me debato entre la necesidad de consentir a todos, seguirles sus manías y el horror de mi pertenencia a un lugar a la par hermoso y tenebroso.

Duermo todas las noches esperando despertar asustada con el dolor,
pero los días pasan uno a uno lentos, apilándose en el calendario.
Sé que esta espera tiene un fin muy cercano por eso cada cosa que hago pierde sentido, todo es un hilvanar de minutos.

Por eso me siento a escuchar a mis padres quejarse uno del otro, sutilmente y a veces no tanto, como olvidándose ambos que soy su hija.
Por eso acompaño a mi casi centenaria abuela, nos escuchamos el silencio cortado por la tele, perdida ella en el limbo senil, volviendo solo a veces para asegurarme que esa noche sí nacerá.
Por eso le muestro fotos de plantas y viveros a mi madre, casi segura que heredará la longevidad y que solo la ocupación podrá salvarla de la total decadencia.
Por eso escucho a mi padre, le perdono y le vuelvo a querer.
Por eso me paso horas coloreando con mi hija, segura que después no podre darle este tiempo.
Por eso le peino a mi hermana unas trenzas imposibles, para que los años de diferencia y distancia se acorten entre nosotras.

Destilo café para uno, acomodo el ropero para el otro, doblo los calcetines de uno y miro las noticias con el otro.
Su tiempo de deidades ha finalizado, ahora la ternura de su humanidad me conmueve.
Somos cuatro generaciones en el mismo techo, todos esperando, un poco más o un poco menos, a un niño que todavía no quiere nacer.

abril 09, 2013

Música de banda (final)


Un martes Víctor no fue al cine, entonces fui yo a preguntar por él. Lo que encontré en su casa fue un copón negro en la puerta y a él metido dentro de un cajón. Una fuga de gas me dijeron, paso del sueño a la muerte en una sola noche.
Regresé a casa como sumergido en agua, Estela me dio un abrazo que no pude corresponder, estaba enterada de todo y lloraba con esas lágrimas que le salían por todo y nada. La despedí y regresé al cuarto de Lidia. Cinco años llevaba ahí tendida, con las llagas purulentas, sin poder morirse, otro tantos años de tratamientos y viajes habían precedido su enfermedad, pero seguía ahí marcando el ritmo de los días, los suyos, los míos, pero los días, en su inmovilidad daba pautas imponía acciones, regulaba la vida.
Yo era un robot, inmune ya a todo, me había acostumbrado al dolor, a la enfermedad convivía con ella como se hace con una puerta rota que nadie repara nunca. También convivía con mis propios pensamientos, mis deseos oscuros de ver su cama vacía, el temor a lo que vendría cuando ella no estuviera, pero esos eran pensamientos que se borraban con la tardanza de la muerte, con el tiempo y una agonía que se había convertido en rutina. Una rutina que me hizo fuerte, inmune.

La banda tocó música de carnaval en el cementerio y no pude contenerme, lloré con un llanto desesperado que no me brotaba desde la infancia. No había nada más que esa música apoderándose de mi pecho y mi pobre amigo siendo encajado en el nicho. Ni las miles de coronas, ni las miradas, ni mi hermana, ni esa extraña banda, no quedaba nada que me detuviera, que contuviera ese llanto entrecortado y pueril. Todo estaba borrado en esa borrachera de dolor que me inundó.

Volví a casa, el cuarto de Lidia estaba en penumbras, entré y me senté en la cama. Casi imperceptible debajo de las sábanas, ella respiraba.

abril 08, 2013

Música de Banda (parte 3)


Además de la cocina otra de las pasiones de Víctor era el carnaval, era miembro de una de las fraternidades más antiguas de la ciudad y nunca estaba exento de responsabilidad durante los preparativos de cada año. El carnaval le servía para iniciar el año con fuerza, festejando y trabajando mucho, pero él mismo sentía la angustia de la felicidad con fecha de caducidad, por eso mismo bailaba, bebía y cocinaba con todo ardor, presintiendo el fin.
Luego era su peor época, era un tiempo de tardes largas, del despertar de todos los demonios. Venía el aniversario de la muerte de su abuela que siempre lo deprimía un poco, además el ritmo del trabajo disminuía la gente quedaba sin dinero luego del derroche y escaseaban los pedidos.
Me dijo que la última vez fue la peor, además de la tristeza empezó a tener insomnio, primero solo por algunas horas pero luego hubo semanas enteras en las que prácticamente no durmió nada. “Me asusté”, me dijo. Y fue así que llegó ir al médico. No creía demasiado en la medicina ni en los doctores pero luego de tantas noches sin dormir, torturado por una tristeza que el mismo no entendía decidió hacer caso las indicaciones. A base de pastillas recuperó el sueño y cierta tranquilidad, la receta del doctor no solo eran esas pequeñas pastillas blancas sino buscar una ocupación extra. Ya era un hombre maduro y le costaba encontrar alguna actividad en la que se sintiera cómodo, los deportes definitivamente no eran lo suyo, tampoco era demasiado creyente como para volcarse a las actividades de su parroquia, por eso cuando supo que lo martes el cine era dos por uno le pareció una excelente idea.

 Contra toda moda en nuestro pueblo el día martes era el de dos por uno. Nadie preguntó nunca porque martes, igual era la única distracción en la ciudad además de bares de mala muerte siempre abiertos.

En mi caso las películas de los martes las veían sin importarme nada el título, debía ver una película y lo hacía con rigurosidad y disciplina. Los martes eran los días en que mi hermana Estela podía ir a casa y quedarse con nuestra hermana menor Lidia. Un solo día a la semana por dos horas Estela hacía malabares para conseguir con quien dejar su panadería y sus nietos, a los que cuidaba mientras supervisaba su negocio. Esas dos horas eran el tiempo en que yo podía hacer algo que no tuviera ninguna relación con Lidia, su enfermedad y su cuidado. No tenía mucho de donde elegir, el cine, su proximidad a mi casa, la posibilidad de volver pronto me bastaban para que sea mi única elección. Luego volvía a casa despedía a Estela y volvía a la rutina de Lidia. De acuerdo al día y a la temperatura tocaba pasarle la esponja húmeda, cambiarle las sábanas, tomarle la presión.

Saltando un día la enfermera y yo la poníamos en la silla de ruedas frente a la ventana para mostrarle las calles, el ir y venir de los autos, la gente. Al principio a ella le gustaba, pero con el avance de su enfermedad quería menos, luego nada y finalmente no podía decirnos si le agradaba o no. Todos los días sin falta le colocábamos los ungüentos para las llagas, unos cataplasmas de aloe que nos había recomendado el doctor. Ni las mejores pomadas daban resultado en esas heridas atroces producto de su inmovilidad.
El cuarto de Lidia estaba junto al mío separado apenas por una pared. Puse mi cabecera junto a la suya así podía escuchar desde mi habitación si ella se afligía o sofocaba. Aquellas habitaciones eran las mismas de nuestra infancia. Lidia dormía toda la vida con Estela hasta que se casó y puso la panadería. La habitación de las chicas era amplia, antes de los frascos y la mesa con las medicinas, tenía una alfombra que era el lugar de juegos y luego el de peinados, hasta que nos hicimos grandes.
El ropero permanecía en el mismo lugar, pero sobre la alfombra del piso teníamos ahora un plástico traslúcido que ella misma puso las primeras épocas de su tratamiento cuando todo se empezó a derramar en el piso. El velador donde hacían sentar a sus muñecas era ahora el lugar donde se ponían los frascos de las medicinas. El tul de la cortina estaba cambiado por una tela pesada que corríamos pocas veces.
En la pared sin embargo se habían ido quedando los recuerdos de toda la vida. Una estampita de su primera comunión con el dibujo de una niña hincada en actitud piadosa, con borde troquelado y brillo. Una foto blanco y negro de Lidia, Estela y yo, sentados en orden de nacimiento en el pórtico de la casa, debía ser un día de fiesta porque las chicas tenía unas moñas enormes que les cubría la mitad  de la cabeza.

Con Lidia trepábamos arboles, recorríamos la ciudad en bicicleta, jugábamos al rompe cocos, nos hacíamos sándwiches de pan con azúcar y escondíamos las galletas de Estela para comerlas nosotros solos, muertos de risa llenándonos la boca de galletas con moho. De jóvenes la acompañaba a los bailes, nos contábamos secretos, yo golpeaba a quien me pidiera, ella me hacía preguntas de los exámenes, sabíamos todos los trucos para esconder ayudas memorias bajo la manga. Luego nos hicimos grandes, viajamos algo, trabajamos un poco, Estela se casó y en algún momento que me resulta difícil recodar, sin saber cómo y cuándo, la enfermedad ya nos rondaba.
Esa parecía otra vida, como si nunca hubiera sucedido, solo las fotos eran evidencia de que hubo un tiempo en que se abrían las ventanas y se escondían las galletas. Ahora no se esconde nada sino la enfermedad, la muerte a la que ya no le tenemos miedo.

Estas cosas también se las conté a Víctor, me hubiera gustado hacerlo naturalmente como correspondencia a su franqueza, a la espontaneidad con la que solía relatarme los retazos de su vida. Yo necesité de sus preguntas, me hicieron falta sus silencios expectantes. Y ahora me hacen falta también sus preguntas.
Mis idas al cine se las debo a Estela, que prácticamente me obligó a ir. Un día me vio aplicar la morfina y luego seguir con mi taza de té mientras ella sollozaba. Me obligó a tomar los martes libres y yo elegí ir al cine.

La casa de Víctor y la mía quedaban en el camino así que hacíamos el mismo recorrido de regreso, nos saludábamos a la entrada del cine y nos despedíamos en la puerta aunque era obvio que tomábamos el mismo camino de regreso.
Llegar a la casa dejar las llaves, sacarse los zapatos, abrir la puerta, en la mecánica de los martes ver a Víctor era un nota más, así como los saludos formales y las despedidas, por eso me llamó tanto la atención ver a Víctor en la puerta de mi casa. Solo una vez en meses no fui un martes y Víctor entre tímido y curioso estaba en la puerta de mi casa preguntándome el porqué. Así iniciamos nuestra larga amistad cinematográfica.
Agregamos a la rutina del martes un café, una cortesía tonta que tuve con él como respuesta a su visita por mi ausencia, yo casi nunca recibía visitas y verlo ahí seguramente me conmocionó pues a lo único que atiné fue a invitarle a pasar e invitarle un café. El también se sorprendió de la invitación, me comentó luego que no esperaba el café, pero que le agradó quedarse.
Ese primer encuentro fue incómodo, ninguno de los dos sabíamos qué decir. Serví el café en la cocina y luego de sorberlo lentamente mientras le comentaba que mi hermana no había podido hacerme el relevo nos quedamos un largo rato en silencio.
-       Si quiere se la arreglo- me dijo finalmente Víctor. Señaló con el mentón algo detrás de mí. No me acordaba cuando había empezado a gotear el grifo del lavaplatos.
-       No debe poder dormir- añadió, pero yo ni siquiera había caído en cuenta que ese goteo era un desperfecto.

Debíamos tener una diferencia de unos veinte años, nuestras vidas sin embargo solo podrían haber confluido en la casualidad. Víctor tenía una curiosidad insuperable y asumía que yo sabía más que él, me preguntaba todo sobre cine, que era nuestro tema común además de todos los desperfectos que él iba encontrando en la casa y que nos servía de excusa para programar nuevas visitas.
Siempre iniciaba con el ceño fruncido como si hubiera estado guardando las preguntas durante toda la semana para lanzármelas el martes. Conforme yo iba respondiendo o esquivando, las arrugas de la frente se le iban alisando y terminaba siempre con una sonrisa y un agradecimiento.

Siempre me hablaba con preguntas era como si lo haría al intento para que yo no tuviera forma de quedarme callado. ¿Usted que piensa de los carnavales?,¿Conoce la comparsa los truanes?, ¿salía a saltar usted en carnavales?, ¿sabe que el picante de lisas es bueno para levantar el ánimo?, ¿que habrán hecho con toda la comida que se ve en “El padrino”?, ¿contratarán cocineros para hacer la película?.
Su curiosidad y duda por el mundo, la gente y el cine eran infinitas, yo intentaba responder de la mejor manera, viendo siempre si su ceño se iba distendiendo o no para ver si me creía. A veces yo me inventaba respuestas, porque me dejaba perplejo con sus curiosidades, ¿Por qué a la gente nos gusta la música? Me preguntó una vez, quedé pasmado. Podía explicarle la biografía de los grandes compositores, detallarle las historias detrás de algunas películas, el trasfondo político y social, pero no sabía por qué a la gente le gustaba la música, ni siquiera sabía porque a mí mismo me gustaba la música.

abril 05, 2013

Música de banda (parte 2)



Los miércoles iba al mercado casi de madrugada salía con la calle aún a oscuras bien abrigado, no faltaba nunca al encuentro sabatino con las caseras las mismas de su abuela. Las calles del mercado se paralizaban a esas horas cuando llegaban los camiones del campo, solo al él por hombre, casero y madrugador le vendía al por menor los mejores productos.
Esas compras eran en parte la clave de su negocio. Conseguía los mejores productos para hacer enrolladlos, chorizos y toda clase de manjares criollos. Se pasaba largas tardes cortando verduras, embutiendo condimentos y mezclando en grandes ollas, la venta lo compensaba todo.
Trabajaba con entusiasmo, por eso mismo tenía pedidos casi a diario, ni qué decir los días de fiesta y los fines de semana. Regresando de la compra prendía la radio y trabajaba afanosamente hasta que los clientes iban llegando de a poco a su casa a recoger las viandas.
A las cuatro de la tarde solía tener la cocina limpia y los enseres secando al sol. Se tomaba un café destilado mientras hacía las cuentas, luego anotaba las ganancias en un cuaderno sucio y oloroso. Con el descanso le venía la tristeza.
Me contaba que se veía a él mismo en esa pequeña pieza donde había visto morir a su abuela y donde ahora él estaba solo, los billetes haciendo su colchón más mullido pero finalmente solo. Sobrellevaba bien esa ausencia con sus tareas culinarias pero siempre había unos minutos al final de la jornada donde podía sentir la angustia. A veces también le pasaba justo antes de prender la cocina, cuando tenía todo picado y hacía una pausa para revisar que todo esté en orden. Decía sentir un vacío como si todo ese afán no tuviera sentido, el tiempo se detenía en la habitación como suspendido por el ruido de la radio.

Según me contó luego hubo un tiempo en el que deseaba fervorosamente encontrar pareja pero luego de varios intentos fallidos había llegado a la conclusión de que sus dotes culinarias le jugaban en contra.
Se había enamorado varias veces, recordaba sobre todo a Maribel una carnicera joven de cejas espesas que lo tuvo dando vueltas y finalmente se quedó en su casa varios fines de semana. Maribel tuvo que aguantarse la angustia ante la suculenta sopa de maní que su amate le había preparaba el primer fin de semana, quería probarla asegurarse del nivel de sal, pero sabía que eso podría ofender a Víctor.
La próxima vez fue falso conejo y la tercera no pudo más, si ella no era dueña de la cocina y de la comida jamás podría ser dueña de ese hombre. No pudo explicárselo a Víctor así que le dejo una nota de despedida, tal como había visto en una telenovela “No te merezco.”  Víctor no la volvió a ver más. Eso dejó a Víctor compungido por un tiempo, me dijo que no lograba entender lo que había sucedido. Solo en la siguiente conquista cayó en cuenta de su verdadera condena.

La segunda en quedarse en su cama fue Isidora, una hermosa mujer de caderas anchas que no le dio tiempo ni de respirar, las noches con Isidora eran intensas, llenas de extravíos. Víctor me contaba todo con una inocencia plagada de expresiones que me obligaban a contener la risa. Describía a la mujer con sus manos como si los ademanes podrían dibujarla en nuestra presencia, se perdía en sus recuerdos detallando y luego era como si despertara, asustado de haberme ofendido se disculpaba continuamente y me daba un respiro para que yo pudiera al menos sonreír y decirle que no me molestaba en absoluto lo que me decía.
“Yo quedaba cansado” decía Víctor.
Agotado por la faena amatoria, como nunca en su vida se levantaba tarde y cuando lograba incorporarse Isidora ya casi había terminado de cocinar el almuerzo. Víctor comía callado, pero en el fondo de su paladar sabía que faltaba un toque de pimienta, que el perejil estaba picado muy grande. No le decía nada a Isidora pensando en la noche que se venía, en silencio se comía todo sin chistar y guardaba sus exigencias culinarias para él.
Pero lo de Isidora estaba destinado a la tragedia, el paladar le traicionó a Víctor una mañana cuando probó la sopa que Isidora había dejado  hirviendo y tuvo la osadía de aumentarle sal justo en el momento en el que ella se asomaba por la puerta. Tamaña ofensa nunca fue olvidada por Isidora.