noviembre 23, 2012

Miedo a los perros

Soñé con un  perro enorme que se me avalanzaba para hacerme cariños, era de esos pastores alemán grandes y peludos, se restregaba contra mi, me daba cabezasos cariñosos y lenguetazos húmedos. A mi me daba mucha risa esa avalancha de cariño canino, igual le correspondía porque los perros me gustan desde que tengo mi perra Lola, antes les tenía miedo, mucho miedo y eso según dice hace que los perros se den cuenta y te ladren, esa historia de que sienten el miedo fue la historia de mi niñez y gran parte de mi adolescencia.

Gracias a ese miedo memoricé la cábala que me enseñaron mis compañeras católicas, entonces yo también lo era claro, uno no tenía alternativas, muy rápido aprendí eso de "San Roque amarrá a tu perro" repetido como un mantra infinito ni bien detectada la presencia del perro en cuestión. Funcionó un par de veces, tal vez más porque yo me creía tanto que funcionaba que me relajaba y el perro no percibía mi miedo, no tanto porque de veras San Roque fuera tan eficiente. 

Desmoronado el castillo de la verdades católicas la cábala de San Roque quedó sin efecto, y aunque podría gozar de los beneficios y libertades antes restringidos por los prejuicios católicos la verdad es que en el tema de resolver mis temores caninos no tenía nada. Sentía que San Roque se reía de mi "ahí va la agnóstica  ja ja ja ja ja, ahora qué vas hacer con este hermoso cachorro furioso en tu camino, aa es que la señorita no cree, pues jódase! jódase!" y me jodí la verdad. 

Corrí mucho por aquel tiempo, también caminé mucho porque tenía tanto miedo de los perros que prefería darme vuelta y rodear todo el manzano antes que pasar cerca cualquier perro. También usaba morrales que daba vueltas como certeros bólidos para amedrentar a los perros más inteligentes que me atacaban cuando ya no podía correr atrás. Nunca me mordío ninguno, ganas no les faltaban pero yo tenía una variedad de estrategias para evitarles, la más cara y peligrosa fue la de los acompañantes porque que estuve a punto de perder varios amigos y un par de pretendientes que recibieron la mordida de mi parte. 

Me mantuve firme en mi miedo y en no repetir la cábala "sanroquera".  Valió la pena pues un día tuve un reencuentro canico con la perra de un amigo mío a cuya casa caía o resbalaba sin proponérmelo. Suele ocurrir eso de que uno no se da cuenta cómo pero termina frecuentando la casa de un amigo con una repetición vergonzosa, pero como el dueño de casa no parece molestarse pues entonces uno pasa la línea de la confianza sin dificultades. 

Así conocí a su perra. Tenía un pelo entre amarillo y blanco, era grande y lo único que hacía era acercarse y esperar que alguien le rasque la cabeza. Era sencillo y además tenía la gracia adicional de que la perra se relajaba tanto con la rascada que a los poco minutos caí dormida. Era muy gracioso porque era un sueño corto del que despertaba con ganas de que le rasquen más y así podía estar toda la tarde, era buena esa perra, linda y mansa, tranquila y obediente. La trataban como un verdadera dama, lugar ganado con creces por ella misma, "por favor anda afuera" le decía mi amigo en el excato tono que usaba para pedir algo a cualquiera de sus amigos, la perra se levantaba elegante y digna, salía de la habitación sin ningún aspaviento, probando su inteligencia y dominio de las órdenes humanas. Yo me enamoré de ese animal porque era la némesis de esos malditos perros malvados que siempre querían mi pantorrilla de cena.

Aunque la frecuencia de visitas a la casa de mi amigo diminuyó supe pronto que la perra estaba preñada y que él, como siempre en todo lo que hacía, le prodigaba los cuidados dignos de todo obsesivo compulsivo. Se leyó manuales de veterinarios, miró todos lo programas televisivos sobre  partos caninos y se hizo de un nuevo mejor amigo, el veterinario. Yo por supuesto quedé desplazada dados mi precarios conocimientos del mundo animal, pero de tanto en tanto como todo padre primerozo mi amigo recordaba que antes del afán del embarazo él tenía una vida y de alguna forma que ya no recordaba, yo era parte de esas vida además que tenía igualmente el síntoma de padre primerizo más detestable: necesidad de escucha. Necesitaba decir su verdad y los detalles de todos sus saberes recientemente adquiridos y yo fui simpre una perfecta víctima para eso.

Es impresionante toda la cantidad de información que acumulamos para disminuir nuestra angustia. Tanto sabía del asunto de la perra embarazada y de lo que le pasaría cuando nazcan sus cachorros que hasta yo terminé aprendiendo algo.

Finalmente nacieron los cachorros, eran ocho, solo un macho el único amarillo, todas las demás negras como la noche, supimos luego que sus abuelos eran negros aunque el padre era café. En realidad el propósito era que los cachorros sea amarillos y cafés pero para variar la madre naturaleza hizo por ahí una bromita solo para dejar claro que en temas de genes ella manda. 

Me salté a propósito el capítulo del celo y cruce porque lo poco que sé de eso es que la perra regresó del encuentro amatorio, indignada y maltrecha; no se acercó a su dueño por una semana ni para que le rasquen la cabeza. 

Los cachorros eran lindos y bulliciosos, crecieron fuertes cagando y meando por doquier con todos los cuidados de mi amigo y su nuevo mejor amigo el veterinario, pero como todo ser vivo llega un momento en el que deben emprender el camino de la vida por cuentra propia. Para cuando eso sucedió yo estaba emabrazada y desempleada, la combinación perfecta de la depresión y del poder pero esto último lo supe mucho mucho después y ni siquiera ahora podría explicarlo. En punto es que entre risa y risa fui tomando cariño a los cachorros, mis días pasaban entre ataques de miedo por mi futuro y la visitas a mi amigo y sus cachorros. No tenía plata y la promesa de que la wawa viene con un pan debajo el brazo me parecía una más de toda la sarta de cursilerías tontas y edulcoradas alrededor de la maternidad. 

Vivía de unos ahorros pero era evidente que más pronto que tarde tendría que recurrir a la caridad paterna. Por supuesto la peor idea era criar un cachorro ya que en breve tendría un cachorro humano a mi cargo, lo pensé mucho y era evidente que era una locura, una mala idea, un suicidio, por lo mismo lo hice.
Embarazada y desempleada pasé cinco meses en la fiebre de la crianza canina, leí libros de entrenamiento, enseñé a la criatura a mear y cagar fuera claro que después de limpiar al menos una tonelada de cacas y una cisterna de meados caninos. Tuve que pedir disculpas a familiares y vecinos por zapatos, camisas, calzones, mangueras, y un largo etcétera de artículos masticados.

En un par de ocasiones maldije mi único antojo de embarazada, el tener un perro, pero luego me tranquilizaba ella misma con cariños y esa su oscuridad tan linda. Los libros decían que era cuestión de tiempo que al año se tranquilizaban. Cuando nació mi criatura humana fue exactamente como si le hubiera nacido una hermana, nos alejamos un poco pero las predicciones de los libros se cumplieron. 

Pasaba muchas noches en vela calmando los cólicos de la wawita, cuando lograba tranquilizarla  era yo la que no podía dormir, entonces salía de la cama y me sentaba a leer algo o solamente a esperar que amanezca. En esas angustiosas noches de madre primeriza la Lola venía a enroscarse a mis pies, a sentarse a mi lado dando una vuelta sobre sí misma como hacen los perros, y se quedaba conmigo acompañándome en los momentos más borrascosos de la madrugada. Sentada en la penunbra sentía su presencia canina a lo largo del pasillo, caminando directo hacía mí.
Definitivamente mis tiempos de miedo a los perros había desaparecido.

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